El
niño amarillo tenía la piel muy blanca y el pelo muy rubio. Era bajito,
bueno, lo típico para su edad. Con tres años tampoco se puede ser muy
alto. Me gustaba llamarle ‘el niño amarillo’ porque, como si de un bucle
se tratara, su madre había decidido plantarle cada mañana el babero
amarillo limón, a juego con esos pelos brillantes casi blanquitos como
los de una oveja. Robert deslumbraba, era como una bombilla, irradiaba
luz y era maravilloso estar con él. Tenía los ojos redondos como dos
canicas y su mirada era despierta y vivaracha. Los niños de su clase se
empeñaban en llamarle Robert, con la tónica en la primera sílaba, y la
verdad es que quedaba un poco neoyorquino de pueblo. Su madre no hacía
más que recordarme que el crío se llamaba Robert, con el golpe de voz en
la segunda sílaba, en valenciano muy valenciano. Yo le decía a la madre
que ella podía decir misa porque los niños iban a llamarle como les
diera la gana a ellos.
Robert y yo nos gustamos desde el minuto uno. Le conocí cuando el curso ya estaba muy avanzado y nunca participaba en “la Asamblea” porque le daba una vergüenza horrorosa hablar en público. No había forma humana de hacer que contara a sus compañeros lo que había hecho la tarde anterior. Sin embargo, y no es por echarme flores, desde que nos conocimos, empezó a charrar por los codos. Era como una cotorra, todo me lo contaba. Me dijo que su iaia le había comprado una Monster High “con bolso y todo” y que iba a merendar un Danonino. Aquel pollito amarillo era dulzura e inocencia virgen, sin ensuciar, sin toxicidades adultas ni prejuicios absurdos. Yo me lo quería guardar en un bolsillo y llevármelo conmigo para siempre de tan bonito que era. Ahora debe de estar cumpliendo cinco años y me lo imagino igual de rubio y de amarillo que cuando lo conocí. Espero que cuando nos volvamos a ver siga hablando sin parar y me cuente más aventuras con su iaia.
Robert y yo nos gustamos desde el minuto uno. Le conocí cuando el curso ya estaba muy avanzado y nunca participaba en “la Asamblea” porque le daba una vergüenza horrorosa hablar en público. No había forma humana de hacer que contara a sus compañeros lo que había hecho la tarde anterior. Sin embargo, y no es por echarme flores, desde que nos conocimos, empezó a charrar por los codos. Era como una cotorra, todo me lo contaba. Me dijo que su iaia le había comprado una Monster High “con bolso y todo” y que iba a merendar un Danonino. Aquel pollito amarillo era dulzura e inocencia virgen, sin ensuciar, sin toxicidades adultas ni prejuicios absurdos. Yo me lo quería guardar en un bolsillo y llevármelo conmigo para siempre de tan bonito que era. Ahora debe de estar cumpliendo cinco años y me lo imagino igual de rubio y de amarillo que cuando lo conocí. Espero que cuando nos volvamos a ver siga hablando sin parar y me cuente más aventuras con su iaia.
Es un gusto formar parte de #loscuentosdelaforte de la storyteller más bonica del planeta, AlmaxForte. A parte de leerla, verla, escucharla y seguirla, Alma está en colaboración con la Fundación ANAR y su lucha contra el maltrato escolar. En su web, aquí, podéis descargar #loscuentosdelaforte #lavidadelascosaspequeñas por solo 4€ y absolutamente toda la recaudación irá para ellos.
"Mucha gente pequeña, haciendo cosas pequeñas, en muchos sitios pequeños...consiguen hacer algo grande."
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